Manuela era una niña afortunada. Había nacido en la parte del mundo en la que no se pasa hambre. Además le tocó una familia adinerada, y unos padres que la trataban muy bien. Nunca faltó en su casa el más suculento manjar, ni el juguete que pidiera. Sus padres la apuntaron en el mejor de los colegios, para que aprendiera a relacionarse con los de su clase social y además aprendiera idiomas.
Desde muy pequeña todos daban la enhorabuena a sus padres por haber tenido una hija tan guapa. Sus grandes ojos negros contrastaban con la palidez de su cara. Parecía una muñeca de porcelana.
Y a medida que Manuela crecía su belleza no mermaba, sino todo lo contrario. Era admirada, envidiada y deseada por quienes la rodeaban. Tenía todo lo que cualquiera podía querer para ser feliz.
Sólo había un pero. Algo que sólo un observador muy avispado podía percibir, pero que no por sutil dejaba de estar ahí. Era una pequeña mota de melancolía en sus ojos, algo que la mayoría de la gente interpretaba como profundidad o interés en la mirada. Un detalle que si cabe la hacía más atractiva a ojos de la gente.
Pero ella pronto se dio cuenta de lo que era. No sabía si se trataba de una virtud o de un defecto, pero no le permitía disfrutar de todo lo que tenía.
Manuela era capaz de ver lo que había detrás de las cosas.
A los doce años se manifestó por primera vez. Descubrió que su familia era rica pero que había otra mucha gente que era pobre. Vio que detrás de su abundancia estaba la carencia de otras personas, y desde entonces ya no pudo disfrutar del gran jardín de su casa, ni de los viajes al Pirineo para esquiar. Cuando le regalaban una muñeca, o una bicicleta nueva, o un caro vestido, Manuela no podía dejar de pensar en cuántos niños tenían que pasar hambre y frío para que ella tuviera todo eso.
Desde entonces las cosas que para otros eran bonitas para ella se convertían en odiosas, porque veía su cara oscura.
Cuando se hizo más mayor abandonó el colegio privado y se rodeó de un grupo de amigos de clase más modesta. Quería compartir su dinero con ellos y empezó a tener relaciones con chicos, pero tras los cariños y promesas que le hacían, ella siempre veía el interés material, el deseo de sexo. Sabía que no se le acercaban viéndola como un fin, sino como un medio para conseguir placer, dinero, prestigio. Cuando una amiga le invitaba a dormir en su casa y hablaban de chicos ella no podía evitar darse cuenta de que detrás de las sonrisas había una envidia malsana por su belleza. Y que en el fondo sus amigas deseaban en secreto que le fueran mal las cosas, para así sentirse ellas menos mediocres.
Cuando se hizo más mayor abandonó el colegio privado y se rodeó de un grupo de amigos de clase más modesta. Quería compartir su dinero con ellos y empezó a tener relaciones con chicos, pero tras los cariños y promesas que le hacían, ella siempre veía el interés material, el deseo de sexo. Sabía que no se le acercaban viéndola como un fin, sino como un medio para conseguir placer, dinero, prestigio. Cuando una amiga le invitaba a dormir en su casa y hablaban de chicos ella no podía evitar darse cuenta de que detrás de las sonrisas había una envidia malsana por su belleza. Y que en el fondo sus amigas deseaban en secreto que le fueran mal las cosas, para así sentirse ellas menos mediocres.
Probó con mucha gente y con todos le pasaba lo mismo. Conoció a personas muy inteligentes; intelectuales gafapasta que trataban de impresionarla con sus conocimientos. Otros buscaban ganarsela con coches caros, restaurantes de moda y hoteles fantásticos. Pero cuanto más prometían mayor era su decepción cuando se daba cuenta de que todo era una fachada y que lo que había detrás era muy diferente.
Poco a poco se fue volviendo solitaria. Su madre empezó a preocuparse y le recomendó visitar a un psicólogo. Le llevaron a uno con mucho renombre, que cobraba unos honorarios desorbitados, pero a la segunda cita Manuela se dio cuenta de que era un farsante, un impostor que simplemente sabía decir las palabras adecuadas en los momentos adecuados. Nunca regresó.
En un banco del parque de Las Estaciones encontró una revista. Le gustó el nombre; lo había escuchado antes en alguna parte. Namasté. La abrió y la leyó entera. Quedó un buen rato sentada, pensando en lo que había leído. Y decidió acudir a un taller de meditación que anunciaba para esa misma tarde.
Allí conoció a gente muy tranquila, todo espíritu, todo paz. Al día siguiente salieron de excursión a Lluc para abrazarse a unos árboles centenarios y sentir su energía. Pensó que esa gente era como ella, que compartía tantas cosas con los árboles. Pero las visiones regresaron. Se dio cuenta de que detrás de esa gente había ego, afan por destacar, por ser más espirituales que el resto, y eso no le gustó. Además el dinero siempre estaba de por medio. No confiaba en los maestros que cobran por horas. Una nueva decepción.
Se alejó de su familia porque ya era incapaz de aceptar el dinero que le daban, sabiendo de dónde procedía. Buscó trabajo, y no tuvo problemas para encontrarlo porque tenía mucha educación, era inteligente y sobre todo muy bonita.
Probó con empleos que cualquiera desearía tener, muy bien pagados, creativos y que le proporcionaban un gran estatus. Se hizo publicista, y al parecer era muy buena. Pero pronto volvió a tener visiones. Se dio cuenta de que detrás de su trabajo estaba la mentira y la manipulación. Vio que su arte iba destinado a hacer que personas que no tenían mucho dinero y que lo conseguían con esfuerzo y con trabajos penosos, compraran objetos que no necesitaban.
Abandonó el trabajo y empezó a vagar sin rumbo fijo. Sabía que tenía un problema, pero no sabía cómo solucionarlo. No podía ser que todo en el mundo fuera feo y malo. Se negaba a aceptar que lo que aparentaba ser bonito siempre iba a tener un trasfondo perverso. Comenzó a pensar que el problema estaba en ella y que nunca lograría ser feliz.
Se fue aislando cada vez más. Se aficionó a la lectura y al arte. Le impresionaban determinados cuadros y se estremecía al sentir lo que cierta música le transmitía. Pero cuando conocía a las personas que habían creado esas obras no lo podía creer. Volvían a decepcionarla.
Sólo disfrutaba cuando escapaba de la ciudad y pasaba semanas enteras en la sierra. La naturaleza no la decepcionaba, los animales eran sinceros, y también los árboles y las piedras. Pero no podía pasar su vida allí. En invierno hacía mucho frío y en el fondo ella necesitaba estar con otras personas. Por eso siempre acababa regresando a la ciudad.
Una mañana, mientras caminaba por el parque de la Fuente del Berro, vio que bajo una piedra algo se movía. Pensó que se trataría de una lagartija o algún pequeño animalillo que estaba atrapado, y se acercó para liberarlo. La piedra era pesada y le costó bastante esfuerzo levantarla. Pero cuando lo consiguió se dio cuenta de que lo que allí había no era un animalillo, sino un hombre. Lo supo porque tenía dos brazos y dos piernas, como el resto de los hombres. Pero estaba tan sucio y lleno de barro que cualquiera lo hubiera confundido con otra cosa. Un Golem o algo así.
Manuela tuvo que cogerle en brazos, y le llevó a la fuente y le puso debajo del chorro. El hombre se dejó llevar, casi no se movía ni decía nada. Quien alguna vez haya estado en la Fuente del Berro sabrá que lo que llaman fuente es en realidad una cascada, y allí le pareció a Manuela que quien estaba bajo el agua era un Adán, hecho de barro, que iba librándose poco a poco de la corteza que le cubría.
Cuando el hombre quedó libre de lodo, Manuela trató de hablar con él. Le preguntó que quién era, que cómo se había metido debajo de esa piedra. Pero el hombre no abrió la boca. Solo la miraba. A los ojos. Y ella escuchó algo que no le llegó por los oídos, ya que el hombre no había hablado . En cambio no le cupo la menor duda de que eran sus palabras. LO QUE VES ES LO QUE SOY. Eso fue todo. Ni más ni menos. No había nada detrás, y eso bastó a Manuela para alegrarse, para agarrarlo de la mano y salir corriendo con él.