Extraído del libro "En defensa de la intolerancia", publicado en España por la editorial Sequitur en 2012.
Cualquier universalidad que pretenda
ser hegemónica debe incorporar al menos dos componentes específicos:
el contenido popular "auténtico" y la "deformación"
que del mismo producen las relaciones de dominación y explotación.
Sin duda, la ideología fascista "manipula" el auténtico
anhelo popular de un retorno a la comunidad verdadera y a la
solidaridad social, frente a las desbocadas competición y
explotación; sin duda "distorsiona" la expresión de ese
anhelo con el propósito de legitimar y preservar las relaciones
sociales de dominación y explotación. Sin embargo, para poder
alcanzar ese objetivo, debe incorporar en su discurso ese anhelo
popular auténtico. La hegemonía ideológica, así, no es tanto el
que un contenido particular venga a colmar el vacío universal, como
que la forma misma de la universalidad ideológica recoja el
conflicto entre (al menos) dos contenidos particulares: el "popular",
que expresa los anhelos íntimos de la mayoría dominada, y el
específico, que expresa los intereses de las fuerzas dominantes.
Cabe recordar aquí esa distinción
propuesta por Freud entre el pensamiento onírico latente y el deseo
inconsciente expresado en el sueño. No son lo mismo, porque el deseo
inconsciente se articula, se inscribe, a través de la "elaboración",
de la traducción del pensamiento onírico latente en el texto
explícito del sueño. Así, de modo parecido, no hay nada "fascista"
("reaccionario", etc.) en el "pensamiento onírico
latente" de la ideología fascista (la aspiración a una
comunidad auténtica, a la solidaridad social y demás); lo que
confiere un carácter propiamente fascista a la ideología fascista
es el modo en que ese "pensamiento onírico latente" es
transformado/elaborado, a través del trabajo onírico-ideológico,
en un texto ideológico explícito que sigue legitimando las
relaciones sociales de explotación y de dominación. Y, ¿no cabe
decir lo mismo del actual populismo de derechas? ¿No se apresuran en
exceso los críticos liberales cuando despachan los valores a los que
se remite el populismo, tachándolos de intrínsecamente
"fundamentalistas" y "protofascistas"?
La no-ideología (aquello que Frederic
Jameson llama el "momento utópico" presente incluso en la
ideología más atroz) es por tanto absolutamente indispensable; en
cierto sentido, la ideología no es otra cosa que la forma aparente
de la no-ideología, su deformación o desplazamiento formal. Tomemos
un ejemplo extremo, el antisemitismo de los nazis: ¿no se basaba
acaso en la nostalgia utópica de la auténtica vida comunitaria, en
el rechazo plenamente justificable de la irracionalidad de la
explotación capitalista, etc.?
Lo que aquí sostengo es que constituye
un error, tanto teórico como político, condenar ese anhelo por la
comunidad verdadera tildándolo de "protofascista",
acusándolo de "fantasía totalitaria", es decir,
identificando las raíces del fascismo con esas aspiraciones (error
en el que suele incurrir la crítica liberal-individualista contra el
fascismo): ese anhelo debe entenderse desde su naturaleza
no-ideológica y utópica. Y lo que lo convierte en ideológico es su
articulación, la manera en que la aspiración es instrumentalizada
para conferir legitimación a una idea muy específica de la
explotación capitalista (aquella que la atribuye a la influencia
judía, al predominio del capital financiero sobre el capital
"productivo" que, supuestamente, favorece la "colaboración"
armónica de los trabajadores...) y de los medios para ponerle fin
(desembarazándose de los judíos, obviamente).
Para que una ideología se imponga
resulta decisiva la tensión, en el interior mismo de su contenido
específico, entre los temas y motivos de los "oprimidos" y
los de los "opresores". Las ideas dominantes no son NUNCA
directamente las ideas de la clase dominante. Tomemos un ejemplo
quizás más claro: el Cristianismo, ¿cómo llegó a convertirse en
la ideología dominante? Incorporando una serie de motivos y
aspiraciones de los oprimidos (la Verdad está con los que sufren y
los humillados, el poder corrompe...) para re-articularlos de modo
que fueran compatibles con las relaciones de poder existentes. Lo
mismo hizo el fascismo. La contradicción ideológica de fondo del
fascismo es la que existe entre su organicismo y su mecanicismo:
entre la visión orgánica y estetizante del cuerpo social y la
extrema "tecnologización", movilización, destrucción
disolución de los últimos vestigios de las comunidades "orgánicas"
(familias, universidades, tradiciones locales de autogobierno) en
cuanto "microprácticas" reales del ejercicio del poder. En
el fascismo, la ideología estetizante, corporativa y organicista
viene a ser la forma misma con la que se reviste la inaudita
movilización tecnológica de la sociedad, que trunca los vínculos
"orgánicos"...
Si tenemos presente esta paradoja,
podremos evitar esa trampa del liberalismo multiculturalista que
consiste en condenar como "protofascista" cualquier idea de
retorno a vínculos orgánicos (étnicos o de otro tipo). Lo que
caracteriza al fascismo es más bien una combinación específica de
corporativismo organicista y de pulsión hacia una modernización
desenfrenada. Dicho de otro modo: en todo verdadero fascismo
encontramos indefectiblemente elementos que nos hacen decir: "Esto
no es puro fascismo: aún hay elementos ambivalentes propios de las
tradiciones de la izquierda o del liberalismo". Esta remoción,
este distanciarse del fantasma del fascismo "puro", es el
fascismo tout court. En su
ideología y en su praxis, el "fascismo" no es sino un
determinado principio formal de deformación del antagonismo social,
una determinada lógica de desplazamiento mediante disociación y
condensación de comportamientos contradictorios.
La
misma deformación se percibe hoy en la única clase que, en su
autopercepción "subjetiva", se concibe y representa
explícitamente como tal: es la recurrente "clase media",
precisamente esa "no-clase" de los estratos intermedios de
la sociedad; aquéllos que presumen de laboriosos y que se
identifican no sólo por su respeto a sólidos principios morales y
religiosos, sino por diferenciarse de , y oponerse a, los dos
"extremos" del espacio social: las grandes corporaciones,
sin patria ni raíces, de un lado, y los excluídos y empobrecidos
inmigrantes y habitantes de los guetos, por otro.
La
"clase media" basa su identidad en el rechazo a estos dos
extremos que, al contraponerse directamente, representarían el
"antagonismo de clase" en su forma pura. La falsedad
constitutiva de esta idea de la "clase media" es por tanto
semejante a aquella de la justa línea de Partido que el estalinismo
trazaba entre las "desviaciones de izquierda" y las
"desviaciones de derecha": la "clase media", en
su existencia "real", es la falsedad encarnada ,
el rechazo del antagonismo. En términos psicoanalíticos, es un
fetiche: la imposible
intersección de la derecha y de la izquierda que, al rechazar los
dos polos del antagonismo, en cuanto posiciones "extremas"
y antisociales (empresas multinacionales e inmigrantes intrusos) que
perturban la salud del cuerpo social, se autopresenta como el terreno
común y neutral de la Sociedad. La izquierda se suele lamentar del
hecho de que la línea de demarcación de la lucha de clases haya
quedado desdibujada, desplazada, falsificada, especialmente, por
parte del populismo de derecha, que dice hablar en nombre del pueblo
cuando en realidad promueve los intereses del poder. Este continuo
desplazamiento, esta continua "falsificación" de la línea
de división (entre las clases), sin embargo, ES la "lucha de
clases": una sociedad clasista en la que la percepción
ideológica de la división de clases fuese pura y directa, sería
una estructura armónica y sin lucha; por decirlo con Laclau: el
antagonismo de clase estaría completamente simbolizado, no sería
imposible/real, sino simplemente un rasgo estructural de
diferenciación.