He vuelto de nuevo a mi ciudad.
Pensé que nunca más lo haría. Así es como debía ser, estaba en
el guión y tuve que aceptarlo. No fue decisión mía igual que
tampoco lo ha sido venir en ésta ocasión. De hecho sigo
considerándolo una imprudencia y un grave error. ¿Por qué han
decidido que yo debía ser el hombre? Por más que lo pienso no acabo
de encontrarle sentido a la decisión. Pero otra de las cosas que
se aprenden en los primeros días es a no preguntar. Alguien te
informará de lo que es pertinente que sepas. Lo que no te cuenten es
estúpido que trates de averiguarlo.
Pensé que no sentiría nada cuando me
reencontrara con mi pasado. Han sido muchos años fuera, y pocas
veces he pensado en lo que dejé aquí. Supongo que en el fondo todos
tratamos de protegernos, y las emociones pueden pasarnos malas
jugadas. Ni una carta de despedida, ni una lágrima, ni un abrazo.
Solo Dios, si es que existe, puede saber el drama que dejé a mis
espaldas. Ahora soy otro, pero la ciudad sigue siendo la misma.
Estaba en el piso repasando punto
por punto el plan. Lo conozco de memoria y estaba seguro de que nada
puede salir mal. En primer lugar porque nunca he fallado. Soy frío,
metódico, eficiente al máximo. Miro las paredes del piso, casi
vacías a excepción de dos láminas que cuelgan rompiendo la
monotonía del blanco ennegrecido. Es un piso como todos los demás.
Funcional, sin alma y sin humanidad. Desconozco cuántos han pasado
por aquí antes que yo, ni las misiones que tenían asignadas. Pero
todos estaban de paso, con su plan en la cabeza y sin tiempo ni ganas
de dedicar un solo minuto a nada más. Pero uno de los cuadros ha
conseguido distraerme un momento de mi único pensamiento. Recuerdo
que ya lo he visto antes en otra parte, y no una vez, sino miles.
Durante años he visto ese cuadro, creo que es de Dalí, y en él
aparece un crucifijo a lo alto, con un cielo turbulento, de atardecer
nuboso, con tonos rojizos crepusculares que siempre me provocaron
cuando niño un sentimiento de melancolía. Bajo el crucifijo una
pequeña barca de pescadores, barada en la playa. Es curioso que ese
cuadro sea prácticamente lo único que decora la habiración, por lo
demás carente de muebles y de cualquier otro elemento decorativo.
He pasado muchas horas en mi vida
observandolo, ese era el cuadro que mis padres tenían en la cabecera
de su cama. Y me está desconcertando, me trae recuerdos que llevaban
demasiado tiempo desterrados. Yo también he sido niño, y tuve una
familia que a su manera me quiso. No puedo evitar recordar las noches
acostado en la gran cama de mis padres, junto a papá, que me contaba
cuentos para hacerme dormir. Cada tres o cuatro le gustaba intercalar
el de Juan Sin miedo, y a él le encantaba ambientar su relato con
onomatopeyas y golpes en las paredes, para acentuar el sentido
dramático de la historia.
Un pensamiento lleva a otro, se
encadenan en una sucesión caprichosa, que responde a un orden
indescifrable. Intento frenarlos, debo volver a lo mío. Pero no
puedo. Es como si hubierda abierto la puerta del desván, y ahora los
recuerdos salen a borbotones sin que pueda hacer nada por frenarlos.
Cuando logro bloquear uno, dos más se cuelan por los flancos, se me
meten por debajo de las piernas y me atormentan con agudas punzadas
en el corazón. Segundo acto de irresponsabilidad por mi parte,
decido dejarme llevar y experimentar esa sensación nueva para mí.
Me recorre un cosquilleo de la cabeza hasta la punta de los pies, y
luego vuelve a subir hasta la nuca. Son como impulsos eléctricos que
me estremecen. Sé que no debo entregarme a éste tipo de placeres.
Cuando las emociones entran en juego la razón se nubla, y las
personas pueden acabar por hacer cosas de las que luego se
arrepienten. Incluso se me pasa por la cabeza que mis padres
seguramente sigan vivos, y en la misma casa en la que yo nací. Tal
vez todavía duerman en la gran cama bajo el cuadro triste del
crucifijo de Dalí. Para, eso si que no. Consigo frenarlo. Si lo
hiciera sería el fin. El mío y el de muchos de mis compañeros.
No logro frenar los recuerdos que
se agolpan en mi cabeza. Las tardes de verano en que mis padres nos
sorprendían a mi hermana y a mí con la noticia de que ibamos a ir
al parque de atracciones. Incluso puedo oler los filetes empanados
que hacía mi madre, y las tortillas de patatas. Recuerdo los paseos
por la casa de campo. Casi no nos montábamos en ninguna atracción,
los tickets estaban contados, pero para mí esos paseos eran mágicos.
Al anochecer cenábamos en el merendero. Mi padres sacaban sus latas
de cerveza y para nosotros coca cola, sin cafeína que si no no
dormíamos. Y tras la cena el espectáculo. ¿Por qué recuerdo
precisamente esto? No lo se, pero descubro que estoy llorando. Mis
párpados son incapaces de contener la balsa de lágrimas que amenaza
con desbordarse. No puedo dejarme llevar hasta este punto, sé que es
peligroso, pero no entiendo qué sucede. No puedo seguir en ésta
habitación. Soy incapaz de volver al plan, ahora ni siquiera me
importa. Vuelvo a ser el J. De hace veinticinco años. Esa persona
que tenía olvidada, y no quiero compararla con quien soy ahora. No,
ese J. No puede ver el submundo en el que éste J. Se mueve.
Me levanto del sofá y camino por
la habitación. Pondría algo de música, o la tele, la radio, lo que
fuera con tal de pensar en otra cosa y parar éstos malditos
pensamientos. Vuelvo a ser débil y a estar indefenso. Vuelvo a
necesitar estar bajo el amparo de mis padres. Necesito salir.
Terecera imprudencia de la tarde.
Me pongo la chaqueta y salgo a la
calle. Temo que la gente note en mí algo raro, debo de tener los
ojos rojos tras haber estado llorando, y seguro que se me ve
alterado. Si alguien se fija en mí por cualquier razón puede ser
fatal. Trato de aparentar normalidad y busco las calles menos
concurridas. Me doy cuenta de que estoy en la calle Menendez Pelayo.
Me sorprende recordar detalles tan concretos de ésta zona. La fuente
de los patos que tanto me gustaba de niño. Y un poco más adelante
el hospital del Niño Jesús, donde estuvo mi hermana ingresada
durante meses por un problema que a punto estuvo de llevársela para
siempre. Pienso en ella y me derrumbo. Me siento en un banco y me
tapo la cara con las manos, tratando de disimular mi estado. Cuando
me recupero me levanto y comienzo a caminar a ritmo rápido, sin
fijarme por dónde voy. Cruzo las calles mecánicamente. Me detengo
en los semáforos sin pensar en lo que hago y me mezclo entre la
masa. Entonces me doy cuenta de que hay mucha gente, me fijo más
detenidamente y observo a familias y parejas. Muchos niños con los
patinetes y las bicicletas que se dirigen al parque del Retiro. Voy
con ellos. Cuarta imprudencia de la tarde. Allí voy a llamar la
atención, alguien se fijará en mi y cualquier día estará viendo
el telediario o entrará en la comisaría para renovarse el DNI, y
dirá la frase fatídica. - ¡Yo he visto a ese hombre!
Aun así continúo caminando,
dominado por las emociones y acumulando errores uno tras otro. Trato
de mimetizarme con el ambiente, y me detengo en uno de los
espectáculos callejeros que hacen tan típico al paseo del estanque.
¡Cuantas tardes he pasado allí sentado viendo los guiñoles o al
inigualable "Malo Malísimo"! Me vienen a la cabeza Faemino
y Cansado, los peces comelotodo que se tragaban hasta los lapos que
escupíamos desde las barcas mis amigos y yo las tardes de verano.
Recuerdo aquella vez que nos caímos haciendo el idiota intentando
impresionar a un grupo de chicas que estaban en otra barca. Estuve
deleitándome con esos recuerdos hasta que algo llamó mi atención y
por primera vez desde que empezó todo, me situó en el presente. El
artista, un hombre de mi edad más o menos, con un monociclo altísimo
y ataviado con zapatitos rosas, medias rojas de rejilla, un tutú y
un bombín en la cabeza para coronar el estrambótico conjunto.
Curioso personaje. Me agrada. Es un hombre simpático, con desparpajo
y muchas tablas con los niños. Hay un primer círculo que le rodea
compuesto por niños sentados en el suelo, y un segundo círculo, más
nutrido, de adultos que sonríen y aplauden sin parar los gags del
artista. Yo tampoco puedo evitar sonreir. Realmente estoy disfrutando
con la escena. No solo con el artista, sino observando el ambiente.
Los niños metidos de lleno el el espectáculo. Los ayudantes sacados
de entre el público, que participan de buena gana y se ríen con los
comentarios jocosos que les dirige el hombre del monociclo. Hay
muchas parejas jóvenes, abrazadas, que disfrutan viendo a sus hijos.
Yo no soy como ellos, mi mundo no tiene nada que ver con ese.
En su momento elegí mi siniestro
camino por amor. Volví a recordar que si me convertí en lo que soy
fue para proteger a toda ésta gente, para que puedan continuar
viniendo al retiro los domingos por la tarde y olvidarse de todo.
Para que los niños puedan seguir siendo niños, ingenuos y
sonrientes. Para que el curioso hombre del tutú pueda seguir
ganandose la vida con su arte, sin horarios, sin jefes, sin
ambiciones. Estoy seguro de que ellos, si llegaran a saber la verdad,
me despreciarían. Yo sería, y soy, el malo de esta película, a
pesar de que mi intención era la de ser el superheroe. Un don
quijote moderno llevado a la acción por el romanticismo. En mis
delirios me veo como un mártir, porque renuncié a todo lo bello de
éste mundo para protegerlo, para que otros pudiesen seguir
disfrutándolo. Y siento lástima de mí mismo porque tengo la
certeza de que nunca podré vivir de la misma manera que ellos. Lo
veo en sus ojos, en su mirada, en sus gestos. Son diferentes a mí, y
al tipo de hombres, de ojos y de miradas que veo cada día en mi
mundo. Una vez que presencias ciertas cosas, una vez que haces
ciertas cosas, cruzas una línea que no tiene retorno. Sé que nunca
podré casarme, tener hijos, formar una familia y salir un domingo al
Retiro o una tarde de verano al Parque de atracciones.
Hoy me mezclo entre la gente y
disfruto de lo que veo, aunque sé que estoy aquí de prestado,
porque pertenezco a otro lugar, y cuando salga de éste estado de
delirio, volveré a él para siempre. Me viene a la cabeza un libro
que leí en mi adolescencia y que me marcó profundamente. Se llamaba
"El Lobo Estepario". Su protagonista era Harry Haller, el
lobo estepario. Una bestia salvaje y sensible al tiempo, que nada
tenía que ver con el resto de humanos, porque en verdad era de otra
especie. Estaba condenado a la soledad, y a ver el mundo
sufriénndolo. A Harry le encantaba contemplar las casas acomodadas,
a pesar de ser todo lo contrario a él. Disfrutaba con los hogares
caldeados, acojedores, limpios y ordenados de las familias burguesas,
aunque su mundo nada tenía que ver con ese. Y si recuerdo ese libro
es porque en el parque me he sentido de esa manera. Disfrutando con
las vidas felices y tranquilas de las familias y las parejas
enamoradas un domingo en el parque. Aunque esa no es mi realidad y me
estará vetado para siempre.
Ellos mañana volverán al
colegio, a sus empleos, a su cotidianeidad rutinaria. Yo en cambio
mañana voy a matar a un hombre. Esta es mi vida, mi cotidianeidad.
Matar o morir. Cada día es una nueva partida en la que hasta ahora
siempre he ganado. Sí, soy un asesino. Lo digo sin tapujos, porque
ésto es de lo primero que se aprende cuando entras en la
organización. Me lo dijo B. De una manera cruda y elocuente. - Lo
que hacemos no tiene nada que ver con la justicia. No pretendemos ser
mejores que las personas a las que ejecutamos. Ni siquiera confiamos
en que nuestros actos vayan a hacer de éste un mundo mejor. La
violencia solo enjendra violencia, y por eso nosotros nos arrastramos
por las sombras, en los márgenes de la realidad. Nadie debe saber
que existimos, los niños no deben ver nunca nuestra verdadera cara
(mientras recuerdo éste punto no puedo evitar apartar la mirada,
como si así fuera a evirar que algún niño pudiera por error ver
dentro de mí) para no ensuciarse. Somos asesinos, esa es la verdad,
y lo único que pretendemos es equilibrar la balanza del sufrimiento.
Hay personas que generan mucho sufrimiento y mucho dolor a otras.
Precísamente los que más dolor generan suelen ser también los más
poderosos, y las leyes siempre les resbalan. Tienen la fea costumbre
de irse de rositas, de continuar con sus felices vidas, de jugar con
sus hijos y nietos, de acudir a las recepciones de la alta sociedad,
de recibir medallas y premios como reconocimiento por sus labores
para la sociedad. Bien, pues nosotros somos los encargados de
hacerles sufrir. De repartir el dolor un poco mejor, ya que la
riqueza parece que no va por ese camino. Y para hacer nuestro
cometido el precio es alto. Pagamos con nuestra propia vida, con
nuestra felicidad, con nuestra alma. Nos condenamos, pecamos,
delinquimos con el único objetivo de provocar miedo y dolor a las
personas que siempre se salen de rositas. Somos el viento divino-.
El espectáculo terminó, y
decidí no echar dinero en el bombín. Es mejor quedarme al márgen.
Anochece y vuelvo al piso, ya un poco más calmado. Pero supongo que
por dentro hay algo que ha cambiado, porque estoy cometiendo el
cuarto error de la tarde; coger papel y ponerme a escribir éstas
páginas. Algo me dice que mañana las cosas no van a salir como está
previsto.