Era el tiempo en que Krishnamurti, siendo adolescente, vivía todavía en la india.
Aún no había sido descubierto por la Sociedad Teosófica y convertido en el Vehículo del mundo. Al ensimismado y ocioso jovencito le gustaba pasear solo y contemplar las nubes, los árboles y a los animales. De la observación de la naturaleza extraía sus enseñanzas.
Una soleada mañana asistió a un hecho que le hizo meditar durante largo rato. En una pequeña finca a la que había llegado buscando algo de fruta que le refrescara del caluroso día, había un pozo cuya parte superior estaba tapada con tablones para evitar que por accidente alguien pudiera caer en el agua.
Sobre las tablas se encontraba un gato gris, gordo y perezoso, tumbado plácidamente al sol. Había hecho del pozo su hogar.
Krishnamurti se sentó a cierta distancia del gato, bajo una higuera, y le observó en absoluto silencio. El gato era consciente de la presencia del joven pensador, pero no por ello cambió su posición sobre las tablas. Panza arriba se encontraba bien.
Allí se quedaron un rato, con el rumor de la brisa agitando las ramas y el insistente quejido de las chicharras ocultas en el pasto seco como únicos sonidos.
Entonces apareció un perro por el otro lado de la finca. Era un ejemplar blanco y bastante grande, aunque se encontraba famélico y se le veía vagando sin ningún rumbo fijo, olisqueando aquí y allá en busca de algo que llevarse a la boca.
Krishnamurti observó que el gato se había dado cuenta de la presencia de un intruso en su territorio, pero el perro estaba todavía lejos y no suponía un peligro para él, que se encontraba a cierta altura sobre las tablas del pozo; por lo que continuó tumbado tranquilamene en la misma posición panza arriba.
Pero el perro, en su infructuosa lucha contra el hambre y el aburrimiento, se fue acercando hacia la zona donde se encontraba el felino, y se detuvo a unos quince metros de éste, olisqueando lo que podría ser la madriguera de algún pequeño roedor.
Krishnamurti, oculto bajo la sombra de la higuera y cada vez más interesado por lo que estaba viendo, se dio cuenta de que por un momento las orejas del gato se habían puesto tiesas. Los sentidos le informaron de que su enemigo acérrimo se estaba acercando, pero como todavía estaba suficientemente lejos, se permitió continuar disfrutando de su baño de sol.
Fue entonces cuando el perro se percató de la presencia del gato sobre el pozo, y se acercó moviendo el rabo para olisquearle. En ese momento el gato abandonó la relajada actitud que había tenido hasta entonces y se puso tenso. Erizado y bufando endiabladamente, suponía una imagen espeluznante y aterradora. Eso pensó Krishnamurti, y algo parecido debió observar el perro porque dio media vuelta y salió por donde había venido, sin intentar asaltar la fortaleza felina.
Krishnamurti continuó un rato más sentado bajo la higuera meditando y diciéndose a sí mismo lo que muchos humanos podríamos aprender de los animales. Porque el gato, aun sabiendo que el perro estaba cerca y que podría suponer una amenaza para él, no modificó su actuación ni se puso tenso hasta que el perro se había acercado tanto que suponía un peligro real. En cambio los humanos sentimos miedo de riesgos que son posibilidades remotas o incluso ficticias, y nos atemorizamos tanto ante su idea que modificamos nuestra conducta para evitar los peligros que están en nuestra mente.
He querido recordar ésta anécdota de Krishnamurthi porque en el próximo programa de La Chabola Errante hablaremos sobre el miedo, y el pensador que nació indio y murió sin nacionalidad será una de las figuras que nos acompañarán con sus enseñanzas.
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