El Príncipe Vagabundo nació muerto.
Yo no sé cuando nació ni dónde lo hizo, pero como todos los niños cuando son tirados a éste mundo, lloró.
Respiraba, los médicos diagnosticaron que era un niño sano, y aprendió a andar. Y después a hablar, como todos los niños. Tenía un nombre por el que le llamaban sus padres, y sus amigos, y también los profesores en el colegio. Pero eran un nombre muerto, que no significaba nada.
Algunas veces el Príncipe conseguía vivir un poco, jugando a las chapas con los otros niños, o mirando las estrellas tumbado panza arriba en la mesa de piedra del jardín. Así conseguía sentir un cosquilleo en el pecho que le hacía pensar que vivía.
Pero esa sensación pronto desaparecía. Se hacía tarde y tenía que volver al mundo de los adultos. Abandonaba la vida apenas saboreada para volver a un lugar que alguien con muy poca imaginación había creado para nosotros. Un río de peces muertos, que flotando inertes en el agua se dejan llevar a lo largo del cauce, hasta un final en el que no hay nada más que la inmensidad del océano y la podredumbre.
Sólo cuando el Príncipe cumplió diecisiete años empezó a vivir. Escuchando su interior; entendiendo cuándo y por qué experimentaba ese cosquilleo que le oprimía el pecho y al que él llamaba vida.
Así comenzó a ser quien realmente es.
Tuvo que desaprender todo lo que le habían enseñado en la escuela, la iglesia, la familia. Como quien tira los libros viejos de Corín Tellado para dejar hueco a las grandes obras quie están por venir. Se liberó de toda la basura que llenaba su cabeza y así quedó a salvo de las cadenas invisibles que le oprimían.
Ahora está otra vez rodeado de basura. Pero ya no está dentro de él, sino afuera.
Por eso es el Príncipe Vagabundo.
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