jueves, 15 de noviembre de 2012

El mito de los mercados




Durante siglos los seres humanos trataron de explicar los fenómenos de la naturaleza (que observaban y sufrían pero no comprendían) desde un punto de vista mítico. Inventaban historias que daban un sentido a su mundo y les ayudaban a vivir conforme a él. Así, los relatos mitológicos describían a una serie de dioses que encarnaban el poder de esas fuerzas implacables que marcaban sus vidas. Ellos eran los causantes de que lloviera o no, de las grandes tormentas, innundaciones, terremotos, sequías, buenas cosechas, fertilidad, plagas, enfermedades, victorias o derrotas en la guerra...

Ante esas fuerzas, los seres humanos se sentían impotentes. No podían tratar de oponerse a ellas y trataban de ganarse el favor de los dioses para ser favorecidos por ellos en la vida y en la guerra. Para congraciarse construían templos, ofrecían regalos y sacrificios y les honraban. Nunca sabían a ciencia cierta si sus ofrendas aplacarían la ira divina, ya que su voluntad es caprichosa e incomprensible para la razón humana.
Si sobrevenía alguna desgracia natural, mala cosecha o se perdía en la guerra, no podían sino culparse a sí mismos. No habían honrado lo suficiente a los dioses o se habían quedado cortos en los sacrificios. Tal vez descuidaron en su conducta los preceptos sagrados. Habían molestado a las fuerzas sobrehumanas y tendrían que resignarse al castigo. Los dioses no eran buenos ni malos, justos ni injustos. Sólo dioses.
En cada comunidad existía una o varias personas a quienes se presuponía la capacidad de entrar en comunicación con los dioses, con las fuerzas de la naturaleza. El resto de habitantes no eran capaces de entender por qué se producían los fenómenos naturales ni qué debían hacer para evitarlos. Necesitaban ponerse en manos de aquellos que sí entendían. Una élite de expertos que interpretaban las señales, recibían consignas y las transmitían al resto. Cuando un sacerdote o chamán hacía saber al resto cuál era la voluntad de las divinidades y lo que había que hacer para satisfacerle o aplacar su ira, el resto de ciudadanos, asustados ante el peligro de no ser suficientemente solícitos, obedecían a pies juntillas. Luchar contra los dioses era imposible, y sólo les quedaba estar a bien con ellos, al precio que fuera. Si los dioses pedían a tu hija en sacrificio, a menudo era más un honor que una pena. Las leyes divinas se convertían automáticamente en leyes políticas, de obligado cumplimiento.

En esas sociedades arcaicas, el poder religioso y el político eran una sola cosa, y se encarnaba en los sacerdotes, chamanes o jefes de la tribu. Éstos, representando la voluntad de los dioses, eran considerados en sí mismos entidades sagradas, y su poder emanaba de las fuerzas sobrenaturales. Quien se enfrentara a esos jefes se enfrentaba también a los dioses y recibiría todo el peso de su cólera.

Hace ya siglos que el pensamiento mítico fue superado en los países occidentales. La ciencia comenzó a dar respuestas que contradecían los relatos míticos. Se descubrieron las leyes naturales y el por qué de las cosas. Así la humanidad podría liberarse del yugo mítico, del fatalismo.
Se crearon los estados nacionales y progresívamente fueron haciéndose laicos, separando el poder político del poder religioso. Los dioses fueron desenmascarados por la ciencia, hasta el punto de que Nietzsche dijo su célebre frase: Dios ha muerto. Fue una creación humana y los mismos hombres lo matamos al dejar de creer en Él.

...Pero desde hace unas cuantas décadas, desde mediados del siglo XX, se está producendo el camino inverso.

Efectivamente los avances científicos y tecnológicos nos han permitido dominar la naturaleza. Podemos saber con suficiente antelación cuándo va a producirse una erupción volcánica, o un terremoto o un huracán. Podemos modificar el ADN y pedir niños "a la carta". Los habitantes del mundo industrializado hemos llegado a un punto de separación de la naturaleza en el que desde que nacemos, prácticamente todo lo que nos rodea es artificial; creado o modificado por la mano del hombre.
Si las sociedades antiguas, como los indígenas americanos, vivían en perfecta conexión con la naturaleza, sintiéndose un único ser, nosotros prácticamente no tenemos nada que ver con ella. Nos separamos de ella, la miramos como ajena a nosotros y nos proponemos dominarla y ponerla a nuestro servicio. El hombre se enfrenta así a sus viejos dioses, y aparentemente vence.
Hasta no hace tanto tiempo la organización de la vida social se hacía conforme a la naturaleza. El ritmo de la vida lo marcaban las estaciones del año y las cosechas. En torno a ellas se hacían las festividades y su ritmo dependía también del clima. La alimentación también dependía de lo que la tierra daba en cada época del año, etc.
Hoy en día nuestro calendario nada tiene que ver con eso, y las festividades que se mantienen responden más a un sentido folclórico, tradicional o religioso (no olvidemos que la iglesia católoca adoptó y cristianizó muchas festividades ancestrales paganas que respondían al ritmo de la naturaleza y no a Dios). Ya casi nadie sabe dónde está el origen de cada festividad, y los gobiernos no dudan en cambiarlas y redistribuirlas en el calendario laboral para sí optimizar la producción.
Ya no sabemos qué productos son de temporada, ni falta que hace. Los invernaderos y la importación permite que siempre tengamos de todo aquello que nos apetezca comer.
Si antes se vivía conforme al orden natural, ahora la cultura (tal vez habría que decir la hipertrofia de la cultura) convierte casi todas las relaciones humanas en algo artificial y desnaturalizado.
Podría pensarse que la racionalidad de nuestras sociedades nos libera del mito, nos hace más conscientes y de esa manera nos permite progresar. Nada más lejos de la realidad.

Si antiguamente lo que resultaba inasequible para el entendimiento humano eran los asuntos divinos y las leyes de la naturaleza, hoy en día lo que resulta inasequible para la mayoría de ciudadanos occidentales es la propia cultura y sociedad en la que vivimos. Y, dado que nuestras sociedades son artificiales, la cultura y las instituciones tienen para nosotros la importancia y los efectos que para nuestros antepasados tenía la naturaleza. Las instituciones y sistemas creados por el hombre pueden tener la fuerza devastadora de tsunamis y volcanes. Aunque a diferencia de los sucesos naturales, que son ajenos a nuestra voluntad, los sucesos artificiales son creaciones nuestras y podemos modificarlas. La política, la economía, relaciones internacionales, ciencia, tecnología, derecho... Son materias tan complejas que no están al alcance del entendimiento de la mayoría de la población.

Se ha creado una nueva teología, como ya se viene diciendo desde hace tiempo, en la que se reproducen las instituciones míticas pero con un cambio fundamental. Donde antes estaba el olimpo de los dioses, ahora está el mercado capitalista. Donde antes estaban Zeus, Ares, Poseidón, Odín o Thor, ahora están Goldsman & Saachs, Standard & Poor´s, Moodie´s, Botín, Amancio, Deutsche Bank, etc.

Al igual que la naturaleza encarnada en las divinidades tiene sus propias leyes inquebrantables, también el mercado capitalista tiene las suyas.
Las leyes del capitalismo son: propiedad privada, acumulación y crecimiento constante. Los mercados, con su poder absoluto y sobrenatural, funcionan para y por estos tres elementos. Los mercados tienen un poder absoluto, no rinden cuentas ante nadie más que sí mismos (la asamblea de los dioses olímpicos), y utilizan todo su poder para influír en el mundo real y garantizar que se cumplen las tres reglas sagradas. El crecimiento económico es un fin en sí mismo. Igual que si no se piensa en los dioses éstos desaparecen, si el capitalismo no crece, muere.
Entonces, los mercados, cegados en la búsqueda de la acumulación y el crecimiento, desencadenan unas situaciones catastróficas para millones de personas. Como podía hacer una hambruna hace mil años, la especulación de los mercados con los alimentos puede matar a cientos de miles de personas. Si hace mil años la peste negra eliminó a un tercio de la población europea, la segunda guerra mundial tuvo un efecto similar. Si un incendio puede provocar la destrucción de bosques enteros, ahora la devastación del planeta la lleva a cabo el mercado.
Y tal como Dios destruyó Sodoma y Gomorra por desviarse de las normas divinas, así los mercados han arrasado multitud de ciudades y países por empeñarse en ser díscolos. Podemos hablar de Nicaragua, Chile, Irak, Cuba...
Si la unión del poder político y religioso podía dar lugar a tiranías "legítimas", de la misma manera la unión entre el poder político y el mercado legitima ante mucha gente el poder despótico del partido en el gobierno. - Tomamos éstas decisiones porque son las últimas posibles. Nosotros y nuestros expertos (que tenemos línea directa con los mercados cuando entramos en trance durante nuestros bailes ceremoniales puestos de peyote hasta las cejas) conocemos las medidas necesarias para calmar a los mercados, darles certidumbres y así poder seguir creciendo.Sabemos que hay a quienes no les gustan. Sabemos que pueden ser la mayoría de la población, pero no tenemos más remedio que ignorarles, porque ellos no saben, no comprenden que éste es el único camino posible-.
Las fuerzas de los mercados, como las de los dioses, son sobrenaturales. Los humanos no debemos ni siquiera soñar con desafiarlas, puesto que moriremos o padeceremos mil penurias en el intento. Así, las fuerzas de los mercados son consideradas en la nueva mitología un poder omnipotente. Los ciudadanos de a pie nos encontramos bajo sus designios, sufrimos sus crisis y sus guerras, pero se nos dice que es imposible enfrentarse a ellos. Ni siquiera los poderosos estados nacionales osan contradecir a esas nuevas y artificiales divinidades, que de vez en cuando expresan sus voluntades y designios diréctamente a través de sus oráculos; el FMI, BCE y BM.
Además el concepto de justicia o injusticia no es aplicable a los mercados. ¿Alguien puede osar a juzgar la legitimidad de Zeus y no ser un loco? Los dioses, y también los mercados, hacen lo que hacen obedeciendo a sus propias leyes. actúan como actúan y así ha de ser. No tiene sentido hacerles responsables o culpabilizarles por el mal que provocan. Si los humanos no hubiesemos pecado o faltado, no sufriríamos el castigo.

Como si de chamanes o sumos sacerdotes se tratara, en nuestra sociedad podemos encontrar una élite de expertos que tienen la capacidad de comunicarse con los mercados, recibir sus demandas y transmitirselas al resto de mortales. Los demás no entendemos los procesos que nos llevan y nos traen, pero nos fiamos de los economistas, tecnócratas y políticos que nos dicen. -Ésto es lo que los mercados piden. Carne humana. Tenemos que darsela y confiar que así se tranquilicen-. Nadie sabe a ciencia cierta si se conseguirá, ya que los mercados, como los dioses, son impredecibles. Hoy pueden querer la privatización de la sanidad española y mañana ya no ser suficiente. Pero el mensaje es ese; no tenemos otro camino más que obedecer a sus leyes y tratar de ganarnos su favor, con el convencimiento de que si les honramos como quieren y obedecemos a sus designios, nos permitirán llevar una vida tranquila y feliz, llena de satisfacciones. Pero si nos enfrentamos a ellos... Caerá sobre nosotros su cólera.
Y qué es lo que, a grandes rasgos, piden los mercados? Propiedad privada, acumulación y crecimiento. Pues eso es lo que tenemos que darles. Si los altos salarios, servicios públicos, legislación laboral y medioambiental, impuestos a las empresas y persecución del fraude a gran escala, frenan el crecimiento... Se prescinde de ellos y punto.
Así, toda la estructura social, desde las leyes, economía, policía, educación, familias, estado, ciencia... Deben estar orientadas a garantizar el crecimiento y no entorpecer ni la propiedad privada ni la acumulación.
Es cierto que eso tiene unas consecuencias colaterales. Si se crece mucho pero se acumula cada vez más significa que la riqueza se reparte menos y que progresivamente hay gente a la que toca una parte pequeña, muy pequeña o nula (más de mil millones de personas viven con menos de un dólar diario). Conlleva también que los recursos naturales y humanos que podrían utilizarse para satisfacer necesidades básicas (o al menos necesidades reales) se emplean en producir cosas absurdas e innecesarias, cuando no diréctamente nocivas para la salud y el medio ambiente. Todo para continuar creciendo y que la rueda no se pare.

A los dioses del pasado había que rezarles. En cada comunidad se erigía un templo, o una iglesia. Sin escatimar en gastos; la acumulación de riquezas era ostentosa. Los fieles tenían la obligación para con Dios de acudir periodicamente a rezar, depositar ofrendas... Así el Dios o dioses estaban contentos y no jodían la vida a los fieles.
¿No se ha sustituído el culto religioso por el culto al mercado? En cada localidad, por pequeña que sea, encontramos grandes y ostentosos centros comerciales. Los modernos templos erigidos al mercado. Allí se congregan los fieles para cumplir con sus obligaciones. Consumir.
Así satisfacen a los mercados permitiendo que la producción aumente y el crecimiento no se detenga. Hay que comprar todo lo que se pueda, y no importa si es necesario o no, porque si se cumple con el precepto los dioses responderán haciéndonos felices. ¿No es eso lo que dicen los anuncios publicitarios colocados por doquier? Ahora bien, si no se hace, si el consumo decae... El crecimiento se detiene y la ira divina caerá sobre nuestra pequeña y pagana comunidad. ¿No envió Dios un diluvio de cuarenta días y cuarenta noches? No debemos esperar menos si nosotros nos apartamos del mercado.

A medida que el poder teocrático (la palabra de Dios hecha ley) se hizo fuerte también se ha volvió intolerante. Si los primeros cristianos fueron perseguidos por el imperio romano acusados de cuestionar a los dioses paganos, la iglesia católica, al lograr convertirse en religión oficial, emprendió en nombre de Dios una persecución contra cualquier interpretación de la palabra divina que se apartase del dogma de Roma (paradójicamente también lo hizo el calvinismo cuando, tras ser perseguido por la Iglesia Católica logró asentarse en Ginebra y lograr el poder, persiguiendo a otros).
También el poder tecnocrático (la palabra de los mercados hecha ley) ataca con furia divina a cualquier otra interpretación de la economía que ponga en riesgo su supremacía. Antes los cátaros, ahora los comunistas o los socialistas. Antes los masones, ahora los decrecentistas. Antes las brujas, ahora los anarquistas. Antes las cruzadas, ahora la lucha contra el terrorismo.
Por supuesto que para poder llevar a cabo una persecución eficaz, hay que contar con un aparato militar importante. La Iglesia Católica Apostólica Romana contaba con los ejércitos vaticanos y con el apoyo de multitud de reyes cristianos dispuestos a poner dinero, armas y hombres a su servicio. Hoy en día el mercado tiene a su servicio el poderoso ejército de los Estados Unidos Y por si eso no fuera suficiente, cuenta también con multitud de estados vasallos dispuestos a porporcionar legitimidad (Aznar en la foto de las Azores), infraestructura (España y los vuelos secretos de la CIA), y ejércitos y bases (OTAN).

Pero para que el poder divino sea realmente efectivo, no puede sustentarse exclusivamente en la fuerza bruta. Tiene que estar profundamente interiorizado y aceptado por la población. Ha de formar necesariamente parte fundamental de la cultura, estar arraigado en lo más profundo de cada individuo. Por eso en otros tiempos la educación fue monopolizada por el poder religioso. La vida de cada niño debía girar en torno a la religión, al temor y amor a Dios, conocer el dogma, los sacramentos, los valores. Ser premiados cuando se cumplían y castigados cuando no.
Hoy en día la educación es controlada por el mercado. Aunque la iglesia todavía cuenta con una gran cantidad de centros de enseñanza, el sistema educativo está regulado por las leyes que dicta el gobierno. Así, la educación de los niños es cuidadosamente dirigida al conocimiento y aceptación de los dogmas, cultura, valores y hábitos del mercado, junto con un adiestramiento técnico acorde a las necesidades del mismo. (no por casualidad la reforma educativa aumenta las cargas lectivas en asignaturas instrumentales y las disminuye en las de humanidades).

Es cierto que no toda la sociedad comulga con el discurso mítico al que nos hemos referido. Existen muchas decenas de miles de personas, en nuestro país y en el mundo, que piensan que la sociedad tiene que reaccionar y darse cuenta de que las leyes del capitalismo llevarán el planeta a la destrucción. Hay grupos que se esfuerzan en hacer llegar a la gente el mensaje de que el discurso mítico de los mercados es un fraude inventado para que no nos rebelemos contra quienes mandan.
Pero no son la mayoría y tampoco tienen poder. Las autoridades y los medios de comunicación, como sacerdotes divinos que son, les silencian y si es necesario también les persiguen. Les llaman herejes, antisistema, brujos, radicales. Y se justifica su persecución por el riesgo que suponen para el progreso, el crecimiento y el bienestar de la mayoría.
Tal vez, y sólo tal vez, esas grandes minorías tengan algo de razón en lo que dicen. Y al menos, si el resto nos replanteamos nuestros dogmas, tal vez podamos darnos cuenta. Que el mercado no es economía, sino una forma de economía. Que el estado no es gobierno, sino una forma de gobierno.
Que el capitalismo sin control nos llevará al desastre humano y medioambiental. Que él mismo no va a controlarse, y los políticos tampoco van a hacerlo si los ciudadanos no les obligamos a ello.
Y para eso primero tenemos que tener muy claro que... ¡Es posible!